La necesidad de un llamado de pacificación nacional
Miércoles 27 de diciembre de 2017
Al
Gobierno le toca ahora hacer un llamado a la pacificación nacional. Las
cosas en la Argentina se olvidan fácilmente, pero la gravedad de los
hechos violentos del jueves 14 y del lunes 18 de diciembre merecen de
parte del Gobierno un análisis más racional que la fugaz memoria
colectiva. Lo que se vivió en esos días fue un intento de desestabilizar
a un gobierno democrático y la decisión de hacerlo con dosis pocas
veces vistas de violencia. La aversión ideológica a Mauricio Macri (y el
odio personal por su extracción social) parecen justificar lo que
durante 34 años de democracia no estaba permitido: buscar a la luz del
día la destitución de un gobierno. Como se comprobó que será difícil
hacerlo desde elecciones generales porque Macri ganó ya tres elecciones
consecutivas (las tres incluyeron triunfos en la monumental y decisiva
provincia de Buenos Aires), la violencia es un recurso que no ha
terminado necesariamente.
Las
cosas podrían haber sido mucho peores si no hubiera actuado, con
discreción y en reserva, la nueva conducción de la Conferencia Episcopal
Argentina. La cúpula religiosa que lidera el obispo Oscar Ojea les hizo
saber a los movimientos sociales que así como existe el derecho a la
protesta, este queda invalidado de hecho cuando se mezcla con actos de
violencia. Los obispos fueron claros: ellos nunca respaldarán la
depredación del espacio público, la agresión a personas ni cualquier
otra protesta que no sea pacífica. El Movimiento Evita, Barrios de Pie y
la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), las
organizaciones que llevaron las columnas más nutridas, decidieron
entonces retroceder en el acto ante los primeros hechos de violencia del
lunes 18. Sus líderes (Fernando "Chino" Navarro, Daniel Menéndez y Juan
Grabois) aceptaron que habían escuchado la exhortación de la
Conferencia Episcopal. Ojea es un obispo muy cercano al papa Francisco,
quien también tiene relación con algunos de esos líderes de los
movimientos sociales. Macri tiene otra deuda con el pontífice de Roma.
¿Cómo
será en adelante? Sólo se sabe que falta todavía el tratamiento de
temas altamente conflictos. La reforma laboral, por ejemplo, o el inicio
en marzo del período anual de paritarias. Aun cuando el Gobierno logre
unir a la CGT y a la familia Moyano en una misma dirección, siempre les
quedarán fuera de cualquier acuerdo las dos CTA y las comisiones
internas controladas por el Partido Obrero. Este ha demostrado, además,
una enorme capacidad e ingenio para cometer actos de violencia. Lo
suelen acompañar otras franjas de la izquierda trotskista.
Una
convocatoria a la pacificación nacional no será aceptada nunca por esas
corrientes de la izquierda violenta. Tampoco por el kirchnerismo. Con
el cristinismo hay un problema: cree (o actúa el convencimiento) de que
sus desventuras judiciales se deben a que en el gobierno está Macri. Mal
diagnóstico: los jueces están más pendientes de los mensajes de la
opinión pública que de lo que opina la administración de Macri. Los
seguidores de Cristina Kirchner se sienten cómodos también en un lado de
la profunda grieta que separa a dos minorías sociales: la
antikirchnerista exaltada y la antimacrista fanática. Ese foso es la
razón de existir del cristinismo. El Gobierno debería preocuparse de que
no se convierta también en su razón de vivir.
La
propuesta de un contrato de convivencia en paz podría incluir al
massismo y a gran parte de los gobernadores peronistas, que detestan la
sublevación violenta tanto como el propio Macri. El massismo no tiene un
plan político después de la amarga derrota de octubre, pero nunca fue
una corriente política violenta. Extrañó, por eso, verlo avalar la
violencia desde dentro del recinto de la Cámara de Diputados. Podría
volver a carriles de normalidad política cuando ya fracasó el intento de
desestabilizar a Macri. Es probable que Sergio Massa haya imaginado un
escenario en el que las cartas volverían a darse si la violencia dejaba a
un Macri extremadamente debilitado. Ya imaginó, en 2013, que Cristina
no volvería nunca después de la operación en el cráneo. Si hubiera sido
así, en las condiciones de aquel momento, el nuevo presidente habría
sido Massa. Hay una diferencia entre la fantasía y la realidad, entre el
anhelo y lo asequible, que un político debe saber distinguir.
Si
el Gobierno, los gobernadores peronistas, el massismo, los sindicatos y
los movimientos sociales se comprometieran con un contrato de
pacificación nacional para restablecer los paradigmas de 1983 ("Nunca
más a la violencia"), el antisistema y los promotores de la violencia
quedarían aislados. Nunca un proyecto así incluirá a todos, pero por lo
menos se sabrá en qué lugar está cada uno. El Presidente tiene un
compromiso consigo mismo: la paz entre los argentinos fue una de sus
tres promesas de campaña.
El Gobierno tiene también la obligación
de investigar qué pasa con las fuerzas de seguridad, que oscilan entre
no hacer nada y hacer las cosas mal, de tal manera que una manifestación
puede terminar con muertos o heridos. De hecho, la insoportable
inacción de la policía metropolitana el lunes 18, cuando se creó uno de
los escenarios más asombrosos de destrucción y saña contra los
uniformados, estuvo respaldada en el argumento de que un eventual muerto
levantaría la sesión en Diputados. Pero ¿por qué debía haber un muerto?
En julio pasado, en Hamburgo, se reunió el G-20, entonces presidido por
Alemania. Hubo alrededor de 8000 activistas antisistema que usaron
métodos violentos. La policía alemana reprimió ese asedio durante tres
días. Hubo policías y manifestantes heridos, pero ningún muerto.
En
el interior del Gobierno se criticó la actitud inexperta de la
Gendarmería para sofocar la violencia el jueves 14. Cuando la policía
metropolitana fue rebasada el lunes 18, el gobierno nacional envió a la
Policía Federal, a la que también algunos funcionarios criticaron luego
por su chapucería. Entre los críticos, vale consignar, no figuraron
nunca el Presidente ni su ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Se
les atribuye el liderazgo de una posición de mano dura, pero en rigor
están convencidos de que debe restablecerse una noción del orden y de la
autoridad en un país donde la anarquía reinó en el espacio público
desde 2001.
Si las cosas son como algunos funcionarios dicen que
son, entonces la prioridad del Gobierno es la creación de un cuerpo
policial de elite, capaz de disolver una manifestación sin demasiados
heridos ni mucho menos un muerto. Desde los crímenes de los jóvenes
Maximiliano Kosteki y Darío Santillán a manos de la policía bonaerense,
en junio de 2002, el poder político se llenó de temores por la eventual
aparición de un muerto plantado por fuerzas de seguridad. Duhalde
adelantó las elecciones presidenciales para no pasar por otra
experiencia como esa. Néstor y Cristina Kirchner creyeron que las
fuerzas de seguridad conspirarían contra ellos sembrando el país de
muertos. Ataron de pies y manos a las fuerzas de seguridad.
Macri
no cree en potenciales conspiraciones de las fuerzas de seguridad y, por
el contrario, se respaldó en la Gendarmería para controlar el orden
público y luchar contra el narcotráfico. Pero funcionarios suyos
consideran que los uniformados estuvieron inactivos durante demasiado
tiempo. Perdieron, dicen, la experiencia y la gimnasia para enfrentar
numerosas y violentas manifestaciones públicas.
Un contrato de
pacificación podría ayudar a serenar el espacio público, pero nunca
resolverá del todo el problema de algunos grupos minoritarios preparados
para ejercer una vasta violencia. Por eso, el pacto de paz es necesario
tanto como la creación de cuerpos policiales capaces de reprimir sin
matar.
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