Pareció
una contradicción, pero fue una justificación. El martes pasado,
Mauricio Macri dijo en la Patagonia que la generación actual de
argentinos con poder debe cuidarse de no endeudar a las generaciones
futuras. Dos días después, su gobierno contrajo deuda en el exterior por
9000 millones de dólares más, que significan solo una tercera parte del
total de deuda que deberá contraer durante todo el año.
Es el
precio del gradualismo. Pero el miércoles se anunció un masivo aumento
de tarifas del transporte metropolitano, que son subsidiadas por el
Estado. Forman parte importante del déficit fiscal que se debe cubrir
con endeudamiento. El Presidente justificó los aumentos con el riesgo
potencial de una deuda descontrolada. Sorprendió, de todos modos, que el
Gobierno haya salido en la primera semana del año a colocar bonos en
dólares por una parte significativa de lo que necesitará durante todo el
año.Los riesgos de la economía argentina están en el exterior más que en el interior. La economía retomó la normalidad dentro del país y eso explica que el Gobierno haya decidido salir de la emergencia económica vigente desde 2002. El enorme poder extraordinario que esa anomalía le concede al Poder Ejecutivo no tuvo ninguna justificación durante el gobierno de los Kirchner.
En algunos años kirchneristas, la economía creció como nunca había crecido desde la Segunda Guerra, empujada por los precios internacionales de las materias primas. El equilibrio entre las facultades del Congreso y del Ejecutivo debía volver. Volvió.
El problema está en otro lado. El temor a un mundo imprevisible, más en lo político que en lo económico, espoleó esa premura de endeudarse. El gradualismo macrista necesita de un mundo que preserve el statu quo de una economía internacional que no es divertida, pero que mantiene índices razonables de crecimiento e inflación. Cualquier modificación brusca de esos parámetros, aunque sea impulsada por la volátil política, podría debilitar seriamente a la administración.
Con una oferta de crédito menos favorable en el mundo, Macri debería echar mano, tarde y mal, a una política de shock que ha evitado desde que asumió. Y la evitó porque reconoce la debilidad estructural de su gobierno. No tiene, en síntesis, condiciones políticas ni sociales para tomar duras decisiones de reducción del gasto público.
El gasto público en la Argentina significa el 42 por ciento del PBI. Una enormidad. El déficit primario (sin contar los intereses de la deuda) cerró en 2017 más o menos como Macri lo heredó en 2015. Sin embargo, durante 2016 se hicieron importantes reajustes en las tarifas de los servicios públicos, que motivan gran parte de las erogaciones que explican el déficit. ¿Qué pasó? El dinero que el Estado pudo ahorrar en subsidios al consumo de servicios públicos se volcó en subsidios sociales o en la llamada reparación histórica para los jubilados. Más de 1.200.000 jubilados recibieron importantes cantidades de dinero debido a los juicios que habían ganado y les aumentaron sus haberes mensuales. Esta es una parte de la relación del Gobierno con los jubilados que se conoce poco.
Sea porque no quiso o no pudo hablar públicamente de ese tema, lo cierto es que la posterior reforma previsional, que modificó la forma de liquidar los futuros aumentos, les dio a Macri, al Gobierno y a la dirigencia política en general (a esta última más por la violencia vivida que por otra cosa) un mes de una considerable caída en las encuestas, solo comparable a junio de 2016. Así fue diciembre. Entre principios de ese mes y la primera semana de enero se anunciaron, además, aumentos de tarifas en luz, gas, agua, combustibles, transportes y peajes. Esta clase de decisiones no lo incomodan a Macri. No lo incomodaban cuando era jefe del gobierno porteño y aumentaba los impuestos locales. El Presidente cree que la sociedad se enfada al principio, pero que al final termina reconociendo los resultados, cuando ve nuevas obras que mejoran la calidad de vida. Es lo que le pasó en la Capital. ¿Pasará en el país?
Una parte importante del déficit son los subsidios. Vale la pena detenerse en ese rubro porque está sucediendo un cambio sustancial en su contenido. En 2015, último año que gobernó Cristina Kirchner, un 70 por ciento del monto total destinado a los subsidios correspondía a los económicos. Es decir, a subsidiar las tarifas de servicios públicos en el área metropolitana (Capital y Gran Buenos Aires), que terminaba beneficiando también a sectores sociales con altos ingresos.
En 2017, el porcentaje se reacomodó: fue el 50 por ciento para subsidios sociales y el otro 50 por ciento para los económicos. En 2018, solo el 30 por ciento se destinará a subsidios económicos, después de las sucesivas actualizaciones de tarifas que sucederán a lo largo del año. El 70 por ciento restante corresponderá a subsidios sociales. El esquema de los subsidios cambió completamente: ahora las clases media y media alta recibirán poco y nada de subsidios, mientras que el grueso irá a los sectores más carenciados de la sociedad. El monto total no ha disminuido; por el contrario, ha registrado aumentos al ritmo de la inflación. Esos son los datos del presupuesto. Son los hechos. Después, están las impresiones o las deducciones. La impugnación que suelen hacerle a Macri muchos sectores de la izquierda, no solo el kirchnerismo, de que gobierna solamente para los ricos es un prejuicio ideológico o, en algunos casos, el resultado del odio por su extracción social.
Como se ve, la situación económica del país es extremadamente frágil en el frente externo. Le sería muy difícil tolerar una mala noticia internacional.
El primer temor de los economistas refiere a las bajas tasas de interés que reinan en el mundo. Puede ser una buena novedad (y lo es) para un país que necesita endeudarse. Pero las bajas tasas impulsan efectos burbujas que pueden estallar en cualquier momento. La próxima burbuja puede ser inmobiliaria, como la de 2008, o producida por monedas virtuales, como el bitcoin. Nadie lo sabe, pero las tasas bajas espolean las aventuras.
El segundo temor se conecta con la política internacional. Una de las empresas más conocidas de análisis de riesgo político, Eurasia Group, acaba de entregar un informe que servirá de base para el Foro de Davos, en el que señala que este año habrá potenciales crisis geopolíticas. Una sola de esas crisis podría terminar por afectar la normalidad de la economía internacional. El problema de fondo es el creciente aislamiento de los Estados Unidos de Donald Trump y el también creciente protagonismo mundial de China. La novedad más importante en ese intercambio de roles es que los Estados Unidos promueven un capitalismo privado en un sistema de libertades públicas y privadas. China es, en gran medida, el capitalismo de Estado dentro de un sistema que se caracteriza por serias restricciones a las libertades.
El informe pone especial énfasis en los enfrentamientos con finales imprevisibles de Washington con Irán y con Corea del Norte, en los ciberataques en el exterior promovidos por Rusia y por China, y en la peripecia futura y desconocida del terrorismo internacional. También coloca una duda sobre el destino de México, que este año tendrá elecciones presidenciales. El candidato que actualmente lidera las encuestas, Andrés Manuel López Obrador, es un hombre de izquierda, viejo enemigo del sistema político mexicano, que ha moderado su discurso en esta campaña. Tampoco se conoce el final de las negociaciones de México con Washington por el crucial tratado de libre comercio.
Macri necesita que todo siga como está en el mundo. Pero esos riesgos existen para un país como la Argentina, donde los márgenes políticos y sociales son siempre demasiado estrechos, demasiado inseguros, demasiado peligrosos.
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